Sal e Hipertensión Arterial

 

La sal es el condimento más antiguo usado por el hombre que ha condicionado con frecuencia el de­sarrollo de la historia en distintas etapas, por sus notorias repercusiones económicas, políticas y cu­linarias a lo largo de las diferentes civilizaciones. La sal es necesaria para el buen funcionamiento del organismo: hidrata y regula los fluidos corporales, mantiene el pH de la sangre o ayuda a transmitir impulsos nerviosos y a la relajación muscular, pero para esto son suficientes pequeñas cantidades dia­rias. Por el contrario la ingesta excesiva de sal y el reducido aporte de potasio característicos de la alimentación del mundo occidental han condicio­nado -junto a la obesidad y al sedentarismo- un aumento progresivo de la incidencia y prevalencia de hipertensión arterial.

Cuando hablamos de “sal” nos estamos refiriendo al cloruro de sodio (ClNa) compuesto por un 60% aproximadamente de cloro que aporta el sabor sa­lado y un 40% de sodio. Con esta proporción la sal constituye la mayor fuente de sodio de la dieta. Hay también otra parte del sodio que proviene di­rectamente de los alimentos o de sus procesos de fabricación, así como de aditivos o conservantes. En nuestro país el consumo de sal es de unos 10 g diarios, cuando la recomendación de la OMS es no pasar de 5 g/día (la sal que cabe en un dedal) equiva­lente a 2 g de sodio -preferentemente yodada- algo menos en los niños.

Para calcular los gramos de sal que tiene un ali­mento hay que multiplicar por 2,5 la cantidad de sodio que indica en su etiquetado. Los alimentos

 

procesados contienen la mayor cantidad de sodio de la dieta aportando hasta el 80% del mismo; en cambio en los alimentos naturales el contenido de sodio es sólo de un 10%. El otro 10% restante se agrega al cocinar o en la mesa.

Existe una relación directa entre mayor consumo de sodio y elevación de la presión arterial (PA). Igualmente una disminución en el consumo de sal conduce a un descenso de PA. El estudio INTER-SALT demostró que una reducción de 100 mmol en el consumo de sodio disminuía la presión arterial sistólica (PAS) en la población en 3,5 mmHg o en 2,2 mmHg la presión arterial diastólica (PAD) tras ajustar por índice de masa corporal, alcohol y con­sumo de potasio. Además, existe una relación entre la ingesta de sodio y la pendiente de elevación de la PA con la edad, de forma que dicha reducción en el consumo de sodio de la población durante 30 años conseguiría una disminución de 9 mmHg en la elevación de la PA media. La mayoría de hiper­tensos responden a una dieta hiposódica, aunque algunos pueden ser resistentes a la sal. En general los pacientes de mayor edad, obesos y diabéticos responden muy bien a esta medida.

El mecanismo por el que la sal eleva la presión arterial podría ser el siguiente: el exceso de sodio ingerido se absorbe rápidamente en el intestino de­terminando un aumento de la osmolalidad plasmá-tica. Ésta estimula la sensación de sed que obliga al consumo de agua con la consiguiente expansión del volumen intravascular. Para lograr eliminar el exceso, la presión arterial debe aumentar con el fin de incrementar la presión de filtración en los glomérulos y de esta manera aumentar la carga fil­trada y la excreción urinaria de sodio. El consumo exagerado de sodio afecta también a la integridad anatómica y funcional renal así como al endote-lio vascular produciendo por todo ello hipertensión arterial.

El gusto por la sal se aprende desde temprana edad, ya sea con la cocina familiar o en la sociedad, por la gran popularidad de que gozan las comidas prepa­radas y ricas en sal. Esto es lógicamente educable, bien desde la infancia no estimulando el consumo de alimentos salados, bien en el adulto combatien­do gradualmente el consumo excesivo de sal hasta que el paladar se acostumbre y deje de extrañar el salero. Un ejemplo de esto es la aceptación en la población que ha tenido la reducción progresiva en

la proporción de sal presente en el pan de consu­mo tras el convenio firmado entre el Ministerio de Sanidad y Consumo y la Confederación Española de Organizaciones de Panadería (CEOPAN) que ha conseguido reducir el contenido en sal de nuestro pan un 26% sin apenas darnos cuenta. Al ser pro­gresivo el paladar se ha adaptado sin problemas a este beneficioso cambio.

 

MENOS es MAS: MENOS sal es MAS salud

Para conocer exactamente el sodio que consume el paciente hemos de hacer la medida del sodio en orina de 24h. Lo ideal es que se encuentre por de­bajo de 100, pero es tolerable un Na en orina de hasta 130-150 mmol/24h.

El primer paso a la hora de recomendar una dieta hiposódica es realizar una encuesta nutricional al paciente con el objetivo de determinar su consu­mo real de sal. Además de preguntar por el tipo de alimentos habitualmente consumidos y el posible uso del salero de mesa, hay que interesarnos por la forma de cocinar del paciente, el hábito de comer fuera de casa, el empleo de salsas o la proporción de alimentos precocinados frente a los frescos, por ejemplo. Lo más importante es encontrar los “erro­res dietéticos” que tienen los pacientes y por ello no debemos olvidar preguntarles por el consumo de aceitunas, encurtidos, galletitas saladas, anchoas, patatas fritas de bolsa, frutos secos, etc.. que son tomados de aperitivo y cuyo contenido en sal es elevadísimo, pero que el paciente no percibe como “comida”.

A la hora de recomendar al paciente una dieta hi-posódica es importante que éste no lo viva como un castigo. Reducir gradualmente el contenido en sal de la dieta le llevará en poco tiempo, casi sin darse cuenta, a una alimentación más saludable que le permita apreciar el verdadero sabor de cada ali­mento. Si el paciente comete alguno de los “errores dietéticos” su corrección debe realizarse en primer lugar y antes de abordar más correcciones de los hábitos dietéticos del paciente.

Una buena manera de acostumbrar al paciente a tomar alimentos bajos en sal es recomendarle salar el alimento una vez está en el plato y no antes. De esta forma conseguiremos que las papilas gustativas se estimulen rápidamente al contacto directo con la sal y así no notará que la comida está coci­nada sin ella. Aún así el salero debe ser eliminado de la mesa. Siempre que sea posible recomendemos elegir alimentos elaborados con poca sal. En poco tiempo aceptarán progresivamente y sin dificultad estos alimentos bajos en sal.

Para empezar a cambiar los hábitos nutricionales para reducir el contenido en sodio de la dieta hay que tener en cuenta que la mayoría de la sal in­gerida es la llamada “sal invisible” presente en los alimentos, pero sobretodo añadida a los alimentos transformados (platos preparados, snacks, quesos, cereales…). La “sal visible” utilizada durante el co­cinado y condimentado de los platos es más fácil de controlar. Por eso nuestro mayor esfuerzo debe ir dirigido a enseñar al paciente la correcta lectu­ra del etiquetado de los alimentos, de manera que opte siempre por los más saludables. Una apuesta segura es recomendar alimentos frescos frente a los transformados, mucho más ricos en sal que a menudo utilizan como conservante.

 

Tenemos que enseñar al paciente a desterrar algu­nos errores frecuentes respecto a la sal: el jamón “york” lleva tanta sal como el jamón serrano y el resto de embutidos. También los alimentos dulces pueden contener sal: las galletas, pastas y paste­les son ricos en sal. Las sopas, si son de sobre, así como las pastillas de caldo, contienen importantes cantidades de sal. Los quesos curados, más ricos en grasa lo son también en sal. Los quesos tiernos son tolerables en una dieta hiposódica, especial­mente el queso fresco sin sal. También las bebi­das pueden ser ricas en sal, como sucede con las bebidas gaseosas, el agua con gas o los refrescos. Por el contrario beber abundante agua fresca ayuda a consumir menos sal. También los medicamentos efervescentes contienen notables cantidades de sodio, por lo que deben ser evitados en una dieta hiposódica.

Existen en el mercado diferentes tipos de sal, con menor contenido en sodio, e incluso exentas de él. Las sales “bajas en sodio” contienen habitualmente un 60% menos de sodio que la sal común y gene­ralmente son yodadas. En la “sal sin sodio” el clo­ruro sódico ha sido sustituido por cloruro potásico o amónico. Esto ha de ser tenido en cuenta ya que aporta un exceso de potasio no recomendable en determinadas situaciones como la enfermedad re­nal o con fármacos ahorradores de potasio como IECA, ARA II, espironolactona, etc..

Para sazonar los alimentos debemos recomendar condimentos diferentes a la sal como ajo, limón, vinagre, hierbas aromáticas, pimienta, pimentón, curry, azafrán, canela, hierbas aromáticas /albaha­ca, hinojo, estragón, perejil o laurel) o mostazas sin sodio.

Para conocer el contenido en sal que aportan los alimentos es fundamental consultar su etiquetado. En él se informa de su contenido en sodio, cantidad que al multiplicarse por 2,5 nos da su contenido en sal. Recordemos que las recomenda­ciones saludables son no pasar de 5 g de sal (2 g de sodio) al día.

 

En el etiquetado podemos encontrar diferentes tipos de productos, de acuerdo a su contenido en sal:

 

> Alimentos con contenido reducido de sal: re­ducción del 25% comparado con otros produc­tos similares.

> Alimentos con bajo contenido en sal: que con­tienen menos de 0,12 g de sodio por cada 100 g de producto.

     > Alimentos sin sal: con menos de 0,005 g por cada 100 g de producto.

     > Alimentos con muy bajo contenido en sal: con menos de 0,04 g de sodio por cada 100 g de producto.

 

 

Una dieta hiposódica (baja en sal) no tiene por qué ser aburrida. Son numerosos los “alimentos aconse­jados' de cada grupo, que junto a algunos prácticos consejos se pueden cocinar y aderezar de manera conveniente y plenamente satisfactoria para nues­tros pacientes. Los “alimentos permitidos' pueden ser también utilizados, siempre que sea con mode­ración (dos o tres veces como máximo por semana). Por el contrario los “alimentos a evitar' deben ser eliminados progresivamente de la dieta de nuestros pacientes.

 


 

 

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